Nadie sabe por qué razón Lelouda nació sorda y muda. No se preguntan estas cosas.
Su primo hermano el sacerdote regaña severamente a los indiscretos, que desean -pase lo que pase- saber la razón porqué ella está marcada.
«Las cosas decididas por el Señor», les dice, «no son aptos para que el hombre las controle, sino sólo para que las sufre. ¡Silencio!»
Hoy tiene sesenta años Lelouda y, tan pronto como se muevan nuestros labios, ella lee todo lo que queremos decir, incluso las cosas que no hemos dicho.
Ella ve gestos en nuestra mano, en nuestras cejas, en nuestras espaldas, tan pronto como los movamos y por la mínima contracción de nuestro rostro ella sabe que pasó en nuestra alma, si era una sombra, un sol, una lluvia suave o una tormenta.
Los sordos y los mudos saben estas cosas. Nosotros sin embargo ¿como podemos saber si está triste o si está contenta la Lelouda, ya que su rostro es siempre lo mismo?
Sus ojos están mirando fijamente y son redondos y bien abiertos, y su gran sonrisa, que empieza de una oreja a acaba a la otra, es fija en su rostro desde entonces, cuando por primera y por ultima vez ella sonrió -quien sabe cuando.
¿Que gran daño sería supuestamente, si Lelouda también pudiera escuchar las voces de la gente, y de que manera se rompería el orden del mundo, si ella pudiera hablar?
«Pero, pedir a saberlo», dice el sacerdote, «es como pedir explicaciones del Creador y convertirse en jueces de Sus acciones. Mientras es Él el Juez y nosotros somos siendo juzgados.»
Así, nadie sabe por qué Lelouda nació marcada.
Y, en una ocasión, una mujer dijo a un otra: «Oye, ¿no será que la agarraron boca abajo la niña durante el parto y así la sacaron marcada?», el cura se resintió y le gritó:
- «Pero el Señor, mujer desconsiderada, ¿no podía ver y no podía salvar la niña, si su deseo era de ser salvada? ¡Silencio!»
Desde hace cinco años Lelouda sirve el cura y su hija.
Sus hermanas, todas pobres, en el pueblo, no podrían apoyarla, tan caro que es últimamente el pan y la comida poca.
Así que hizo el cura la amabilidad de tomar su muda prima hermana como sirvienta.
Y desde que Lelouda está trabajando y la gente la ve a menudo en la calle, ya nadie pregunta por qué está ella tal como es; se acostumbraron a eso. A todo se puede acostumbrar!
Los árboles dejan caer sus hojas y sacan otros, los inviernos siguen los veranos, los veranos siguen los inviernos,
y Lelouda sube y baja la ancha escalera de madera del cura, casi las mismas horas, para hacer las mismas tareas tan regularmente de manera que un vecino puede confirmar desde lejos:
«Mira, ¡ahora lelouda tomará la palangana! ¡Ahora ella tirará los restos de comida a las gallinas! ¡Ahora ella alejará el perro! ¡Ahora ella tomará la llave grande para abrir la bodega, ahora lo mismo que ayer y lo mismo que el año pasado...»
Una sola cosa Lelouda no hará nunca - a descansar. No son aptos para una muda los lujos.
¿Qué? A sentarse y darse un descanso también por un minuto, como las demás, para mirar las doradas y las moradas flores, las caléndulas y los bígaros azules que crecen junto a los calabacines y el maíz en el jardín?
Tales alegrías no se permiten a una muda.
En los pueblos no cambia nada, excepto si ocurre un terremoto o un cataclismo.
Sin embargo, de repente, sin previo aviso, algo increíble sucedió en la vida de Lelouda. ¡Ella está haciendo un nuevo vestido!
Vieron un día su hermana mayor, la señora Katigko, sentada en el telar. Estaba muy seria el momento que empezó a prepararlo.
Entonces se acercó su nieta pequeña y le pregunto: -Señora, ¿se va a morir la tía Lelouda? -¿Quién te dijo eso, niña?
- Así dicen, cuando una anciana prepara su nuevo vestido. - ¡Tu no te metas con estas cosas! Tu tía Lelouda está viva, niña, ¿no la ves venir?
La Lelouda llegó. Ella vino para ayudar con el telar. Se sentó cerca de su querida hermana, en el suelo, sumergida en su viejo vestido inflado.
Y su hermana por el amor que tiene para la muda, sin haberlo confesado nunca, la regaña -supuestamente- mientras ella le está ayudando:
-Lelouda, la madeja, ¡miralo! -Lelouda, el hilo, ¡se ha contado! -Lelouda, el hilo, ¡cojelo! -Lelouda, ¡esto! -Lelouda, ¡aquello!
Inmediatamente ejecuta las ordenes de Katigko la muda. Ella corta, une, corrige. Estan preparando la tela.
¡Cómo está el mundo! Apenas había logrado señora Katigko a tirar las primeras lineas, y se difundió la noticia que se está preparando nuevo vestido para Lelouda.
Por la tarde el vecindario lo sabía. Por la noche el pueblo lo sabía. Y el dia despues la noticia se estaba volando sobre los campos y los valles.
¡Siempre siguió caminando! Subió hasta la cima hasta las lentejas, hasta los garbanzos, ¡hasta las ovejas!
Los apriscos, las cimas de las montañas y las desolaciones estan hablando sobre el vestido de la muda.
«¡Pobre Lelouda! ¡Su último!» los aldeanos decían shaking their heads. Y mientras la gente pasaba y veían la señora Katigko, seria y concisa, mientras tejía en su patio, cuantos más rumores circulaban y viajaban.
Mujeres del pueblo que se encontraban por la calle, cargadas con ramas de árboles y girando el cohete, encontrarian el tiempo, así encorvadas como estaban bajo la carga, a preguntar una a otra.
- ¡Eh, oye! ¿Está ya lista la Lelouda? - Aún no está pintado el vestido de la pobre! Ahora entrará en el color. - Y esperará la muerte, crees, para que la vieja Lelouda se arregle?
- ¡No digas eso! Ella es una mujer de sesenta años, ¡que demonio! ¿Podría estar tan apurado? Yo digo que la dejara vestirse.
Es una vieja costumbre. Cada mujer, quienquiera que sea, debe tener su vestido preparado por la hora de la muerte. Incluso la más pobre.
Ella no se desanima por supuesto de ponérselo alguna vez en una boda o un bautizo o una gran celebración.
Es imprescindible que la última hora debe encontrarse elegantemente vestida, para que, como ella se presenta en las celebraciones humanas, se presente también a la gloria de Dios.
Era la víspera del quince de Agosto, cuando terminó el vestido. El viejo vestido había sido perforado.
- Ya que lo hayas acabado, le dijeron, ¿no te lo pondrás mañana, el día santo, para ir a adorar?
Lelouda muestra su amplia sonrisa, de una oreja a otra, y no responde nada, sino mira al cura, para recibir su consejo. Ella gira los ojos a las vecinas, mira de nuevo al cura.
Y el sacerdote, que se enteró, le hizo señas a ella desde lejos, ondeando alentadoramente su cabeza con la gorra negra y temblando la gris barba suya. -Sí, sí, sí, Lelouda... Deberías ponértelo.
Sin embargo Lelouda piensa que es gran pecado vestirse un totalmente nuevo vestido, una cosa que ella no ha hecho nunca, menos una vez, durante los últimos cincuenta años, cuando ambas entraron en la iglesia junto con su hermana Katigko y se sentaron juntas.
Y ahora ¿que dirán los aldeanos, cuando la ven de repente vestida con la ropa nueva como si le estuviera pasando a ella alguna gran fortuna? Como si se casara o como si hablara?
Parece que Lelouda sonríe de verdad hoy que lo piensa.
¿Qué? Ella hizo el vestido para ponérselo? Y entonces para que lo tiene el cofre?
- ¡Nah! ¡Nah! ¡Nah! dijo con su extraña manera de hablar. Y miró a su alrededor, por si aparecieran estas cosas que pensó.
Su hermana sin embargo la Katigko, una mujer culta y sabia, lo tiene por mala suerte que el vestido esté preparado y no ser puesto aunque sea por un poco, desde aquí hasta ahí. Dicen que esto no es bueno.
Dicen que, antes de ponerlo en el cofre, el vestido que es creado para la gloria de Dios debe ser puesto y caminado por un poco. Katigko sabe lo que dice.
Por esta razón, después de que lo preparó todo, el vestido azul, la capa con los bordes rojos, la camisa blanca como la nieve y el pañuelo,
después de que la vistió para probarlos, le dijo, siempre seria, siendo cuidadosa a no revelar nada del amor y nada de su dolor:
- Oiga, camina un par de pasos afuera, así vestida como eres!
- ¡Nah! ¡Nah! hizo lelouda asustada. - Hasta la casa del cura, oye tú, ¡no más! - ¡Nah! ¡Nah!
- Es mala suerte, oye tú, te lo digo, a llevarlos directamente al cofre. Camina hasta ahí, nadie te está mirando.
El vecindario estaba desolado. La casa del cura estaba a unos pasos más allá. La muda obedeció a su hermana mayor...
¿Qué podría hacer? Si la reverencia es obediente, el amor es aún más. Vestida así ella empezó.
Caminó pesadamente y apresuradamente. Casi se tropezó. Caminó y estaba constantemente mirando a la derecha e izquierda, no sea que la vieran, como si hubiera robado algo.
Hay unos álamos allí cerca, altos, delgados, rectos, - unos álamos totalmente verdes y beben en el agua atronador, que baja para el maíz.
Quieres que fue culpa del viento, quieres que los arboles se conocen con los humanos, los álamos empezaron una corchea y un susurro que no tuvo fin, tan pronto como apareció Lelouda. ¡Sobre ella deben haber hablado!
En el camino desolado no se escuchaba otra cosa, menos el sonido de los golpes de los nuevos zapatos de la muda en las piedras.
El pueblo, silencioso como era, con algun canto de gallo o tintineo de mula aquí y allá, en una de sus habituales horas muertas, con sus grandes porches vacíos, sus puertas como agujeros,
con sus vallas que estaban floreciendo y sus muros que estaban cayendo, estaba sumergido en el trabajo y el destino, sin quejas para lo que ha venido y siempre listo para lo que ha de venir.
Ahí arriba en la iglesia, el cura, habiendo terminado la misa vespertina, estaba sentado, como era su costumbre, bajo el denso y alto árbol de tejo en la yarda redonda y a esta hora el estaba hablando con una nube con color de fuego, parado bajo la montaña del gavilán.
Durante años ya, desde la época que perdió dos hijos suyos y su mujer, el se sienta a esta hora y espera para que las ultimas nubes se iluminen, los que reciben los saludos del sol poniente desde el abismo,
las doradas, la rojas, las moradas nubes, - libros que en los ojos del cura mantienen escrita la voluntad de Dios y esconden los grandes himnos angelicales de Su gloria.
Al escuchar pasos pesados por la calle, él giró y vio su prima hermana caminando vestida así. Él no se preguntó, no movió en desesperación su cabeza. ¡Él volvió a las nubes llameantes!
Pero katingo, que no sabe como leer a tan altura, Katingo se había escondido por detrás de la pequeña ventana y miró en secreto a su hermana, mientras ella caminaba.
- ¿Estás llorando? le dijo su cuñada. ¡Qué vergüenza, Katingo! ¿Qué son esas cosas? - No estoy llorando nada... dijo Katingo. Y cubrió con su delantal sus ojos.
Lelouda llegó a casa, siendo feliz que nadie la vio.
Se desnudó, dobló cuidadosamente la ropa nueva, las puso en el cofre con dos manzanas y un membrillo y lo cerró.
No volverán a salir desde ahí dentro sino solo una vez.
FIN