Como el sabio centauro educó a los héroes.
En Tesalia hay una muy verde y hermosa montaña, que se llama Pelio.
Bajo esta montaña y cerca al mar habia, estos años viejos, una gran ciudad, que se llamaba Yolcos.
En Yolcos reinaba en ese tiempo Pelias. Él robó el trono de su hermano Esón, y por no sufrir lo mismo por sus parientes, a otros los mató y a otros los encerró en la prisión.
Esón logró escapar de noche con su hijo. Avanzó a través de los olivares y los viñedos y llegó a la raíz de la montaña.
Allá se sentaron por un rato, padre y hijo, para descansar y al amanecer partieron para subir la montaña.
En bastante tiempo llegaron en un enorme plátano, que en su raiz brotaba agua frío como el hielo.
Se sentaron allá, comieron algo de pan, y luego tomaron el sendero y subieron a la cima de un formidable acantilado.
Entonces Aeson se detuvo y dijo a su hijo, mientras indicaba a la derecha: -«Los ves, hijo mio, estos árboles? Ahí está la cueva donde vive el sabio Centauro».
Dentro de poco se acercaron y miraron con admiración. Desde los acantilados a la derecha y a la izquierda y sobre la apertura de la cueva, se estaban colgando viñas cargadas con uvas.
Un poco más allá una fuente estaba vertiendo sus frescas aguas en una profunda valle. De vez en cuando en el clamor de las aguas se escuchaba el sonido de la lira y canción dulce.
Esón entonces dijo a su hijo: -«Ve, hijo mio, en la cueva. Allí encontrarás un extraño hombre, pero no deberías asustarte.
Ve cerca de él, pon tus manos sobre sus rodillas y dile: En el nombre del gran Zeus, me dedico a ti a mí mismo».
El pequeño escuchó a las palabras de su padre, y con coraje entró en la cueva. Allí vió el sabio Centauro acostado sobre ramas de laurel y de mirto.
Era verdaderamente una extraña criatura, el Centauro. De la cabeza hasta la cintura era humano, y de la cintura abajo era caballo poderoso.
El pelo blanco de su cabeza estaba cayendo como olas espumosas sobre su espalda, y la blanca nieve barba suya estaba cubriendo su amplio pecho. Sus ojos estaban llenos de bondad y orgulloso era su frente.
Acostado sobre su colchón verde estaba tocando su lira dorada y estaba cantando dulcemente.
El niño, como vio al Centauro y escuchó la melódica canción suya, se olvidó de todo lo que su padre le dijo y estaba mirando perplejo.
El Centauro llamó al niño a venir cerca de él.
Pero cuando quería él poner sus manos sobre sus rodillas y hablar a él, como le había aconsejado su padre, él le dijo:
-«Ve a decir a tu padre a venir él también aqui; yo conozco bien tanto tu padre como tú».
El niño corrió y llamó a su padre; y cuando llegaron en la cueva, Centauro le dijo a Esón: -«¿Por qué no viniste tu tambien juntos, sino sólo enviaste tu hijo?».
-«Quise probarlo», respondió Esón, «para ver si es intrépido, como deben ser los hijos de los héroes».
«Pero en el nombre de Zeus, acepta mi hijo para educarlo junto con los otros pequeños héroes; y cuando crezca, que se vaya a Yolcos para buscar su derecho».
Extendió amablemente el Centauro su mano a la cabeza rubia del pequeño y le dijo: -«Has oido que dice tu padre? ¿Quieres quedarte conmigo? ¿No me tienes miedo?».
-«No», respondió el pequeño. «La voluntad de mi padre es también la mia. Ahh, ¡como me gustaria a mi también ser Centauro y tener la misma dulce voz!».
El Centauro sonrió y dijo: -«Ven pues, sientate cerca de mí. Cuando el sol se pondrá, regresarán aquí los otros niños también y los conocerás».
Luego, girando al padre del niño dijo:
-«Tú, Esón, puedes ir con mis mejores deseos y ten paciencia, hasta que pasen los años difíciles. Espero, que tu hijo honrará su generación».
Con lagrimas en sus ojos Esón besó su hijo, se despidió de Centauro y partió.
Era ya hora que se pusiera el sol, cuando se escucharon desde afuera voces y pasos. Eran los jovenes héroes, que regresaban de la caza.
«¡Sal para ver nuestra presa!». estaban gritando al Centauro Pileas y Hércules, que habian corrido por delante de los demas.
Centauro se apresuró a la entrada de la cueva con el nuevo alumno suyo.
-«Yo maté con mi arco estos dos ciervos», Hércules estaba diciendo. -«Y yo maté los dos venados», dijo Pileas.
-«Yo atrapé vivos estos dos gatos salvajes que ves atados en los arbustos!». añadió Agkaios.
Orfeo había traído viva una salvaje cabra;
Céneo dos pequeños osos; estaban gruñendo y estaban intentando a morder sus manos; él sin embargo estaba riendo, porque sabia que ni humano ni bestia podría herirle.
Centauro acarició y elogió cada uno de ellos por su fuerza y por su valentía.
En ese momento apareció por un sendero otro discípulo.
Estaba caminando lentamente con la cabeza inclinada, como si estuviera pensando algo importante, y llevaba en sus manos varias hierbas.
Se fue cerca a Centauro y le dijo, mostrando una hierba: -«Eso cura la mordedura de la serpiente.
Yo vi una cabra que fue mordida por una serpiente venenosa; corrió en un barranco profundo, comió de esta hierba y se salvó».
«Esta otra hierba cura las enfermedades de los humanos. Un pastor que estaba muy enfermo, lo cure con esta!».
Cuando escuchó las palabras de su discípulo el sabio Centauro dijo:
-«Apolo y Atenea están repartiendo a cada uno los carismas. A ti, Asclepio, dieron el mas grande».
«Los otros están entrenando en el arte de la guerra y estan aprendiendo como uno puede matar los otros. Tu estás buscando las medicinas, para rescatar todos los seres humanos de la muerte».
Entonces los pequeños héroes tomaron las hachas y comenzaron a triturar madera para encender fuego. Después de haber encendido el fuego, pusieron para asar los ciervos que mataron en la caza.
Mientras tanto, fueron y se lavaron en el manantial, y luego se sentaron y cenaron con mucho apetito.
Cuando terminaron la cena, hablaron con su sabio maestro, y luego tocaron la lira y cantaron.
El Centauro entonces se levantó de la mesa y se subió en la cima de una roca alta. Desde allí parecía como plata el mar, mientras la luna lo iluminaba.
Se paró en la cima, con la cabeza levantada hacia el cielo, y empezó a tocar su lira y a cantar la noche con sus brillantes estrellas y la plateada luna.
Los niños permanecían mudos y lo escuchaban. Cuando bajó de la cima, corrieron y le besaron las manos. Despues cada uno fue a dormir.
Después de que los niños durmieron, el Centauro se quedó solo fuera de la cueva.
Estaba mirando el camino de la luna y la posición que cada estrella tenía, y lo estaba dibujando en una grande concha.
Cuando por fin llegó la medianoche, entró él también dentro de la cueva, y se acostó en su colchón, que estaba preparado con mirtos y con pieles lanudas de osos.
Junto a Centauro estaba durmiendo el hijo de Esón. Un rayo de luna, que entraba en la cueva, iluminaba el rostro sonriente del niño; parecía que estaba viendo dulces sueños.
Al dulce amanecer Centauro se despertó. Salió lentamente de la cueva y se fue abajo a la fuente.
Se lavó bien, hizo su oración a los dioses, y subió otra vez a su cueva.
Tomó su trompeta, que estaba hecha del cuerno de toro y soplo tres veces. Inmediatamente saltaron de sus camas los niños y corrieron a la fuente para lavarse.
Luego, levantaron sus manos al cielo y dijeron: «Ayúdanos, oh dioses, para ser iguales y mejores de nuestros antepasados».
Cuando regresaron a la cueva, Centauro se los llevó y fueron al bosque.
Por delante iba el maestro y detrás seguían los niños, y escuchaban con atencion a las sabias palabras que les estaba diciendo.
El hijo de Esón, como más joven que era, no podría seguirlos al largo paseo. El gentil Centauro lo levantó entonces para cabalgar sobre sus hombros.
Así caminaron dentro el bosque, hasta que el sol se levantó en lo alto y comenzó a dorar las cimas de las montañas.
Entonces volvieron a la cueva, comieron pan, miel, y mantequilla fresca, y bebieron leche.
Después de que ellos comieron tomaron cada uno su lira y se entrenaron al aprendizaje de la música.
Centauro los estaba inspeccionando a todos, estaba corrigiendo sus errores y les estaba enseñando como tocar las cuerdas para producir sonidos más dulces.
Después se sentaron en tronos de piedra que estaban dispersos por debajo de la sombra de los árboles, y estaban escuchando cuidadosamente a Centauro que estaba enseñando.
«El Rey», decía el sabio Centauro, «debe sacrificarse a sí mismo y todas sus posesiones por su patria.
Una preocupación solo debe tener el buen rey; como hacer feliz su pueblo, y su reino fuerte y famoso».
Por la tarde fueron en una planicie totalmente verde por la vegetación; quitaron su ropa y se entrenaron en correr, en la lucha, en saltar y en el lanzamiento de piedra.
Vívidamente y felizmente los pequeños héroes se estaban entrenando, y por sus voces y sus risas se estaba haciendo eco alrededor en las montañas y los desfiladeros.
Cuando terminaron el entrenamiento, se juntaron todos unidos por sus brazos y comenzaron una danza.
El Centauro estaba tocando su lira y los niños giraban, saltaban, y se movían a veces hacia delante y a veces hacia atrás, según la melodía de la lira.
Así estaban bailando hasta la puesta del sol, y mientras ellos eran completamente desnudos, parecian como estatuas vivas en la luz nocturna.
Junto con los demas estaba bailando alegre también el niño de Esón; no estaba pensando ya más ni de Yolcos, ni de sus amigos, ni de su padre.
No pasó mucho tiempo y se volvio en un hermoso y fuerte hombre joven.
Centauro le enseñó todo lo que pensaba pue necesitaria él para convertirse un dia en un guerrero invencible y famoso, y ya que a menudo lo dejaba montar en su espalda, también lo hizo un buen jinete.
Junto con esos también le enseñó muchos secretos de la ciencia médica, y por esa razon lo llamaba Jasón (él que cura).
El tiempo estaba pasando y cada uno de los pequeños héroes estaba terminando sus estudios y se iba.
Asclepio fue al Peloponeso y estaba curando a los enfermos.
Hércules se estaba preparando para hacer sus grandes logros y Peleas iba a Fthia, para tomar como esposa la ninfa del agua, Tetis, y dar a luz a Aquiles.
Pasaron bastantes más años. Un dia Jasón subió al mas alta cumbre de la montaña y se sentó por mucho tiempo pensativo.
Girando alrededor aquí y allá sus ojos, vio hacia el oriente el interminable mar azul;
un poco más cerca, casi por debajo de sus pies, vio los campos jugosos de su patria, y entonces vio a Yolcos.
Su corazon comenzó a batir fuerte, y un profundo suspiro se escapó de su pecho.
En ese momento apareció Centauro, y como lo vio pensativo y escuchó sus suspiros le preguntó:
-«Qué te pasa, hijo mío?». -«Me gustaría saber», dijo Jasón, «si es verdad que soy el heredero del país que se extiende bajo esta montaña».
-«Es verdad», dijo el Centauro. «Pero tu tío injusto no querrá concederte tus derechos».
«Él te mandará hacer muchas peligrosas hazañas, y solo los dioses lo saben, si lo conseguirás reinar algún día en Yolcos.
No debes, sin embargo, olvidar que los dioses siempre ayudan a los valientes».
-«¡No hay nada que me da miedo!». respondió Jasón. Entonces el sabio Centauro le dijo: -«Entonces vete con mi bendicion. Pero nunca debes olvidar lo que te voy a decir».
«Cualquiera que te encuentras en el camino de tu vida, hombre o mujer, tratarlos cortésmente.
No debes nunca dar tu palabra antes de que lo medites bien; pero una vez que la das, deberías conservarla hasta que te mueres».
Así se separaron, y Jasón descendió a Yolcos.
Cuando Jasón llegó a su tierra natal, Pelias se asustó, y para alejarle de su lado, le ordenó de ir a traer el Vellocino de Oro.
Jasón invitó como compañeros muchos de los niños que conoció en la cueva de Centauro. La mayoría de ellos eran ya héroes famosos.
Siguiendo los consejos de la diosa Atenea construyó una nave y la nombró Argo.
Entró en la nave con sus compañeros, levantó las velas y emprendió su viaje a Cólquida.
Ya había comenzado a amanecer, cuando el Argo navegaba bajo la montaña Pelio.
En ese momento los argonautas se despertaron, y como vieron la montaña, recordaron sus años escolares.
«¿Por qué no salgamos», dice Peleas, «para ver nuestro maestro y también recibir su bendición? ¡Quien sabe si le volveremos a ver!
Además ahí arriba vive mi precioso hijo Aquiles, a quien tanto mi alma lo está buscando».
De buena gana las aceptaron todos estas palabras suyas y salieron a la montaña.
Cuando llegaron a la cueva, encontraron el Centauro acostado y al lado de él vieron el pequeño Aquiles jugando la lira.
Cuando el Centauro los vio se levantó todo feliz, los abrazó uno por uno, los besó y les suplicó quedarse un poco con él.
Aquiles corrió en los brazos de su padre y después de que lo besó, comenzó a jugar con su rica armadura.
-«No puede esperar», dijo Centauro; y acarició Aquiles, que estaba intentando a sacar de su vaina la espada de su padre.
Mientras tanto Centauro preparó la mesa con carnes tiernas de ciervos y pequeños jabalíes, y se había llenado los frascos con vino añejo.
Los argonautas se sentaron y comieron con mucho apetito; cuando vaciaron los frascos, le rogaron a Orfeo a tocar su lira y a cantar.
Orfeo por respeto para el maestro no quería empezar, y por eso Centauro cantó primero.
Después de que él cantó como siempre dulcemente, se dirigió a Orfeo y le dijo, pasándolo su lira:
-«Yo, hijo mío, ya he envejecido y mi voz se ha debilitado. Toma mi lira y canta para nosotros la cancion del mar».
Orfeo se levantó de la mesa y subió en una roca alta.
Desde allí comenzó a cantar sobre el mar azul, que lleva las naves y las conduce a tierras lejanas.
Mientras Orfeo cantaba, su voz estaba recaudando por encima de los acantilados y estaba vertiendo suave y dulce a todo alrededor.
Los arboles se inclinaban sus cimas para recibir la música, y la hacían resonar hacia abajo las laderas y los desfiladeros.
Se detuvieron sorprendidas las bestias salvajes y comenzaron a arrastrarse domados hacia el lugar por donde venía la mágica canción.
Y los pájaros sostuvieron su vuelo y se pararon por encima de la cueva, para escuchar la melodia.
Cuando se acabó la canción, el Centauro abrazó a Orfeo, lo besó y le dijo:
-«Me has encantado, mi chico. Apolo y tu madre, Kalliopi, te ofrecieron los regalos más preciados. Ojala que Zeus te regala toda clase de felicidad».
-«Gracias», respondió Orfeo; «pero desde que perdí mi amada Eurídice, ninguna felicidad existe para mí».
-«La mayor felicidad», dijo el sabio Centauro, «es cuando alguien pueda hacer los otros felizes».
Llego la hora para ellos de ir y Centauro los acompañó hasta la orilla. Cuando Argo llegó al mar abierto, los Argonautas giraron sus ojos hacia Pelio.
Entonces vieron en la cima a Centauro, con levantados las manos hacia el cielo, para hacer su oración.
Estaba rezando a los dioses a ayudar los héroes al grande y peligroso viaje suyo a Cólquida.
FIN.